Sentada, esperando al tranvía. Estado de reposo en exceso. Cerebro esponja. He dormido cien siglos, me falta oxígeno. Sopor. Enfermedad. Olor a sobaco, a cerrado. Pijama, pelo sucio.
Familia de tres miembros no acierta a comprender el mecanismo del billete del puto tranvía bilbaíno. Forma parte del paisaje urbano de esta ciudad la familia de guiris moviendose de izquierda a derecha buscando pistas en la muda superficie esa máquina infernal llena de flechas y de conceptos extraños como "canceladora" y "creditrans", y si tienen la fortuna de poder comprar el billete, luego tendrán que repetir la jugada creditrans en mano "¿ande se mete esto?" y la mano zumbando cual mosca cojonera buscando su bombilla. Sigan las flechas, todo para alante, al fondo a la derecha, allí, en el horizonte, donde acaba la línea roja, busque la ranura e inserte, perdón, cancele su billete y listo, tan sencillo como eso.
El tranvía se retrasa unos minutos. Cuando llega, ocupo un asiento. Gorro de lana de colores al fondo a la derecha. Adolescente chupa helado enfrente, a la izquierda. Ausente, su lengua laxa arrastra crema de nata hacia el interior de su cuerpo, despacio.
Despacio.
Uribitarte
Entra una familia. Hombre con chándal gris y zapatillas de deporte. Todo parece recién estrenado y de bajo coste, y él no parece muy cómodo en ese envoltorio. Tactel gris con costuras rematadas en verde hierba, de un tono o dos más oscuro que el verde tranvía. Las zapatillas relucen de una manera especial contra el gris oscuro brillante del suelo. De hecho, en cuanto posa sus pies dentro del cacharro, el tiempo parece detenerse unos instantes en los que varios pares de ojos se dejan magnetizar por el embrujo de su blancura inmaculada. "Esto un poco como magia" intuyo.
El mago busca un asiento al fondo del vagón. Descubro delante un nuevo pasajero. Está a la derecha con la mirada perdida y el ceño frucido. La cara roja. Los ojos azules. Detrás suyo familia con niño habla con niño. El tranvía va increiblemente rápido. Es domingo. Por eso.
Hombre ensimismado gesticula hacia sus adentros. El chico de los lametazos al helado gesticula hacia la señora que tiene sentada al lado, que resulta ser su madre. El hombre-hacia-adentro parece percibir algo que le trae de vuelta a este lugar. Lentamente eleva su mano derecha con los dedos extendidos perpendicular al suelo para a continuación bajarla y subirla varias veces en un gesto como de cortar mantequilla. Creo entender que se dirije a alguien en concreto. Mis ojos buscan el objeto de su mirada, ya en absoluto perdida y me encuentro con un hocico infantil que le observa atónito de espaldas a su familia, con la cabecita apoyada en el asiento delantero. Hombre-hacia-adentro repite el gesto cortar-mantequilla a la vez que sonríe.
Guggenheim
Silencio precede a la tormenta que se cierne sobre nosotros, pobres mortales imperfectos. Algo toma forma en el fondo del tranvía. Es una A con mayúsculas. Alguien en algun lugar parte la ecuación espacio-tiempo con una vocal que le sale desde los cojones y se convierte en un CHIS con muchas eses al salir por su nariz.
No recuerdo muy bien lo que pasó después. Veo una nebulosa de partículas líquidas flotando en todas direcciones. El gris y la luz a contraluz.
Una potencia así no parecía provenir de este mundo. Giro mi cuello hacia el lugar de donde se originó la hecatombe y compruebo asombrada como se cumple mi profecía. Es el señor de las playeras nuevas, en verdad el dios del Trueno, el Thor del Botxo, de ahí el gris de su chandal de tactel y el refulgor magnetizante de su calzado sin par.
Lenguetazo en helado prosigue su tranquila letanía como si nada, absorto en la contemplación del paisaje dominical no advierte la invasión líquida de las partículas tormentosas de nuestro amigo Thor. SLURRRRRRRRRRRRRRRRP!
Arrugo el morro por dentro sin que se me note el rictus de asquete y mi atención se dedica a buscar hacia adentro nuevos horizontes por conquistar.
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