BILBAO-BCN 15/09/08


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VIAJE EN EL TIEMPO

BILBAO. Estación de Abando.
Cuando cogí los billetes por internet y leí la palabra TALGO, no se por qué me dio por asociar la palabrita a la idea de modernidad, rapidez, confort, rapidez, azafatas sonrientes con cuerpo de palo, ambiente aséptico, rapidez… Chica, será que no viajo mucho en trenes nacionales.  Creo que el último gran recorrido que hice en este medio de transporte fue de Berlin a Wroclaw, mi ciudad de Erasmus. Lo recuerdo con nostálgica alegría, más nostálgica aún sentada en este Talgo que promete diez horas de lenta agonía.
Esperar una cola de veinte minutos para que aparezcan dos segur-ratas que hacen un simulacro de medidas de seguridad haciéndonos pasar el equipaje por la típica cinta transportadora con el típico cartel de aviso al lado. Reviso mentalmente mis pertenencias y compruebo que efectivamente no porto ninguna flecha ni pistola ni granada de mano en mi equipaje de idem.
(Había un personaje en Santa Barbara que se llamaba Idem. Pensaba en ese nombre como si fuera un Jocker, una carta que podía tomar cualquier número, un nombre que podía adoptar cualquier otro. Tú eres Peter, yo soy Idem, tú eres Samantha, yo soy Idem, tú eres Mr. Jones, yo soy Idem)
Maleta en mano, por fin estoy frente a los se disponen a  cotillear entre mis pertenencias buscando armas de destrucción masiva, un segurata de una empresa privada y un empleado de Renfe. Me da por pensar si estos dos elementos (el de Renfe es un poco Nerd) tienen autoridad legal para hacer semejante labor. Después de este estúpido paripé, que nos ha tenido en pie a lo bobo un buen rato, espero a mi tren con ansiedad.
 Mucho abuelo veo yo por aquí.
El tren llega a la estación. Ay dios mío. Mi gozo en un pozo oscuro y cenagoso. Este tren sería algo moderno y confortable en los años cuarenta, pero hoy, a quince de septiembre del dos mil ocho no se me ocurre mejor manera de invocar a la lumbalgia corónica que pasar diez horas incrustada en este aparato del demonio. Me siento en mi asiento. Las paredes están tapizadas en dos tonos de verde caqui, uno más caqui que el otro. Se complementan con unas cortinillas naranja pastel a rayas. Los asientos están forrados con otra tela verde caqui. Tanto caqui me hace pensar en tiempos de guerra, definitivamente años cuarenta. Los detalles textiles me hacen pensar más en abuelas cosiendo a máquina que en patrones industriales Renfe S.A.
Al fondo, el único detalle que parece de mi generación, un guiño al siglo veinte, indicios de modernidad, un elemento tecnológico. Bueno, en realidad son dos, una tele, que podría ser en blanco y negro y un altavoz en una esquina. Veo al fondo también un cartel de prohibido fumar. Muy moderno también. Observo que en los asientos hay ceniceros con desconchones en la pintura metálica.
Se esfuma como humo de pipa la idea de un cómodo y romántico paseo rumbo a la ciudad condal. El vagón está empezando a poblarse. Me repito en lo dicho: mucho abuelo por aquí. El único mozo con buena planta se convierte rápidamente en colocador de equipajes a petición de las abuelas con sus maletones. Las abuelas no se cortan ni media en aprovecharse de la musculatura del mancebo, que al cuarto maletón empieza a dar signos de cansancio. Alguien comenta que están muy altos los estantes para poner el equipaje, que no los recordaba tan altos. Pienso yo que será esta la única reforma que han hecho aquí en cincuenta años. Esa y el hueco para la tele en blanco y negro. Bueno, y la megafonía también, pero eso y nada más.
El tren se pone en marcha. Esto hace un ruido que se te va la olla. Me pregunto con emoción (para engañar a la zozobra) por el título de la peli con que nos van a deleitar a continuación. Si hicieran honor al estilo S.S. (seguridad social) de aquí la decoración, igual se podrían lucir con algún clásico del género negro tipo “el halcón maltés” para convertir esta experiencia en un viaje en el tiempo en toda regla.
Me da por pensar que para el próximo viaje, entre una muerte rápida y confortable en avión y una lumbalgia crónica para el resto de mis vacaciones, prefiero la primera probable consecuencia. Al final el paseo en tren va a ser la acción más temeraria y descerebrada (me sale más caro que ir en avión) y todavía me tenían que pagar por decorar este vagón con mi presencia singular.
Esta aventura me recuerda a una anécdota polaca, cuando Eilyn, mi mueble/compañera de piso, se cogió un viaje a Vitoria desde Wroclaw, de 49 horas con el culo incrustado en un asiento, porque le parecía súper romántica la idea de cruzarse Europa sin levantar ese peazo de culo en dos días (yo creo que le sedujo más la idea de no tener que moverse en todo ese tiempo, la inmovilidad le hacía muy feliz, que yo lo sé)  Le pareció tan romántica que de hecho se pilló ida y vuelta del tirón. Y yo, que me tuve que chupar la misma ruta unos días antes porque no tuve más cojones, tuve pocas alegrías en el viaje tan intensas como visualizar las nalgas entumecidas de ese cuerpo semimorsa tras casi tres días de autocar. El sudor seco haciendo pelotillas, y los tarzanitos fosilizados en esos pelos del culo que tanto le agradaba quitarse de uno en uno encima de la cama, con un espejito y conmigo delante, que ojiplática, me desquitaba la furia haciendo click click con el ratón para no cortarme las venas, o cortárselas a ella.
Parada en Llodio. La peli no empieza. Jooooo!!! Mi espalda empieza a sufrir. Hay una palanca metálica en uno de los brazos del asiento. Hago el típico juego, tirar de la palanca y empujar hacia atrás con la espalda, pero nada, aquí no hay movimiento ninguno. Un par de veces en  plan disimulado, a la tercera me empiezo a poner rojo amoratado, de la presión. Nada. Mecagüen la hostia que me ha tocau la silla rota, pa colmo de males.
Miranda de Ebro. Son más de las doce. Me he cambiado de asiento dos veces, la palanquita funciona en los otros asientos, la vida en talgo se hace más soportable con el asiento tumbadillo.
Una chica entra en el vagón. Estoy en su asiento, me deja quedarme aquí. Se me quedan las Gracias dentro de la boca. De repente se sienta y pienso que estoy firmando mi sentencia de apachurramiento. La moza es una rotunda burgalesa de más de cien kilos. De repente me parece más importante la posibilidad de salir de aquí que ver los infinitos campos de castilla desde un asiento tumbadillo color caqui.
La peli comienza. Samuel L. Jackson y el mongolo de Ben Affleck. Abogados e injusticias sociales. Curiosamente, hace quince minutos estaba fantaseando con la posibilidad de estudiar derecho alguna vez en la vida, en plan hobbie. Aprender el idioma de las leyes, como el que se apunta a japonés en sus ratos libres. 
La rotunda burgalesa se había confundido de vagón. Expiro. Inspiro.





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